07 diciembre 2006

4. La presa

—Buenas noches, nos vemos mañana —Florencia se despide del dueño del bar, su voz es monocorde como autómata.
—¿No me vas a dar el beso de las buenas noches, Florcita? —responde el dueño del bar mientras hace las cuentas para cerrar la caja como todas las noches, su tono de voz es meloso y sarcástico. Él ya está resignado a su rechazo e intentará abrazarla para sacarle el insípido beso de costumbre, sintiéndose frustrado de antemano porque su empleada no acepta sus constantes insinuaciones.
La muchacha se acerca, besa su mejilla húmeda y pegajosa, sus fosas nasales se dilatan al oler la transpiración, la suciedad, que emana del cuerpo del dueño del bar, pero esta vez no siente repulsión, no siente absolutamente nada. Cuando él intenta acercarla a su cuerpo, no lo rechaza. El dueño del bar, sorprendido, comienza a manosearla, a abrirle la bluza con movimientos torpes, urgentes, buscando sus pechos que pálidos quedan al descubierto de la escasa luz.
Florencia está como ida y se deja tocar, su rostro está inexpresivo. El patrón le da un beso grosero, babeante, le muerde el cuello y su respiración se acelera cada vez más.
—Al final resultaste una puta como las demás –logra decir con voz entrecortada, llena de deseo– ahora andate para tu casa, nena, que no me vas a sacar nada –con una risa socarrona y un tono de voz cargado de desprecio, agrega:— El vaso pienso descontartelo igual...
Florencia lo mira con ojos vacíos e intenta arreglarse mínimamente la ropa luego se dirige silenciosamente hacia la puerta.
La noche esta fría, oscura, silenciosa, sus pasos son automáticos, rápidos, sin destino. En la esquina la espera ese hombre alto y misterioso del bar que la toma por el brazo, deteniéndola.
Ella lo mira a los ojos y un pequeño e imperceptible gesto de reconocimiento, de conciencia atraviesa su mirada. Su voz susurra:
—¿Vamos?
Él comienza a caminar junto a ella, en silencio, y se internan en calles iguales, cuadra tras cuadra. Comienzan a surgir en el cielo los primeros haces de luz del amanecer.
Florencia se detiene junto a una reja desvencijada, que encierra un patio oscuro, ruinoso, de donde emana un olor ácido, de orín, de suciedad; empuja el portón que desgarra el silencio con su sonido chirriante. Atraviezan el patio y suben por una escalera estrecha, de madera, con peldaños angostos, desvencijados. En el primer piso, un pasillo largo lleno de puertas iguales, que albergan vidas miserables de gente miserable.
Ella se detiene casi al final de ese pasillo, introduce una llave en la cerradura, lucha con ella un instante hasta que al final la puerta se abre. Florencia da unos pasos hacia el interior de la pieza, busca el interruptor de luz y lo enciende, una bombita cuelga del techo e ilumina un ambiente pequeño, de paredes descascaradas, donde lo primero que se ve es una cama deshecha con sábanas revueltas.
El hombre entra con ella y cierra la puerta, mientras observa intensamente el ambiente.
En una de las paredes una mesa de fórmica amurada y una silla, un pequeño ropero sin puertas deja ver un cúmulo de ropas apretadas. Un estante torcido donde hay un paquete de yerba, de azucar y algunos tarros de cocina. Debajo, en un intento de mesada, hay una cómoda y, sobre ella, hay una palangana, un botellón de agua, un anafe, una pava. Todo es tan apocado, tan frugal, el lugar parece una celda... No hay desorden, no hay suciedad, sólo la dejadez de los seres que no tienen futuro porque su presente es estrecho, sórdido.
La muchacha queda en el medio de la habitación iluminada por la luz amarilla, tranquila, como un animal paralizado frente al rifle del cazador, expectante, entregado a su inminente destino.

03 diciembre 2006

3. Florencia

Mientras lava copas y platos sucios, la mesera Florencia, intenta no dirigir su mirada curiosa hacia los dos hombres que están tomando ginebra. Aún se siente mal, extraña, y el contacto con la mano de uno de ellos, perdura y, en un intento de quitar ese frío, tiene su mano sumergida en el agua caliente.
No los vio cuando entraron al bar porque justo estaba atendiendo otro cliente y la poca luz del lugar no alcanzó para poder observarlos cuando estuvo cerca de ellos.
Intrigada, intenta fijar la mirada para lograr ver más. Los vislumbra en silencio, sin hablar, bebiendo una copa tras otra. Ambos son altos, delgados, vestidos de negro.
Se siente cansada, los pies hinchados, sucia, transpirada, luego de otra larga jornada insípida, de movimientos mecánicos. Se siente fea, vieja, aunque sólo tiene 26 años ya lleva tras de sí un pasado lleno de equivocaciones. Sumida en sus pensamientos, sin querer, un vaso se le resbala y se rompe, cortando su mano. La mirada furiosa del dueño se cruza con sus ojos suplicantes, sabe que el costo del vaso le será descontado a fin de mes. Intenta detener la sangre, en un esfuerzo inútil, nervioso.
Levanta la vista al sentir su presencia y lo ve a su lado. Siente su presencia, su fuerza.
—¿Puedo ayudarte? –su voz suave la conmueve y le hace sentir un frío por la espalda.
Él le toma la mano y nuevamente el contacto helado la paraliza, toma una servilleta y se la envuelve con movimientos rápidos y eficientes. Ella levanta la vista y lo mira al rostro. Ve sus ojos que la miran fijamente. Son negros, profundos, sin expresión y todo se detiene...
Algo extraño la invade... en el último instante de conciencia sabe que ya no hay regreso.

imagen: Eye de Escher

02 diciembre 2006

2. Desde las sombras

El hombre continúa su marcha y se interna por callejones húmedos, sus pasos suaves retumban ante la profundidad del silencio. Una noche oscura, sin luna.
Los pasos se alejan y la silueta se desdibuja mientras la vida reptante, crepitante, sinuosa, de insectos y alimañas continúa su miserable existencia.
Es un camino que él conoce, donde no necesita tener conciencia de la ruta recorrida y donde sus pensamientos intensos pueden, acaso, acallar el deseo que fluye con una fuerza poderosa.
Su respiración se agita... se acerca a la cita.
Desde un oscuro rincón, otra figura que proyecta su sombra sobre el pavimento aparece y el exiguo brillo de ambas miradas se entrecruzan en silencio. No se necesitan palabras, se conocen y se necesitan.
El callejón estrecho termina abruptamente en una avenida escasamente iluminada, en donde aún se percibe movimiento.
Los ruidos apagados que provienen de un bar de mala muerte, de la zona del bajo, indican que aún queda gente despierta, quizás intentando distraer su miedo a la soledad. Una carcajada de mujer logra vomitar su sonido estrepitoso en la quietud de la noche.
Ambas figuras entran al bar con movimientos precisos, seguros, se ubican en un sector alejado de la barra, en el fondo, donde se puede obtener una visión total del lugar.
Se acerca una mesera con su minifalda arrugada, su camisa cuelga de un costado. Ojeras profundas y violáceas indican su cansancio y hastío.
—¿Qué se van a servir?
—Buenas noches —responde con voz profunda uno de ellos.
—Disculpe, buenas noches. —La mesera busca establecer contacto visual con el que habla, pero no lo logra, quizás impresionada por el tono de voz, por esa suavidad amenazante pero respetuosa.
—¿Por favor, podrías traernos una botella de ginebra'
Mientras las desgastadas curvas de la mesera se alejan hacia el mostrador los ojos la recorren lentamente, apreciando, destazando, evaluando, cada centímetro, estimando... desestimando.
Una luz tenue ilumina el resto del recinto donde algunos parroquianos dormitan bajo efectos del alcohol.
La mujer sigue riéndose groseramente, de vez en cuando, en un grupo de tres hombres que intentan juguetear con ella y con sus miradas llenas de deseo.
La mesera regresa. Deposita al descuido sobre la mesa los vasos y la botella. Cuando intenta servir las copas una mano la detiene y con un gesto le indica que no lo haga.
—Nos vamos a servir nosotros —responde el que no había hablado hasta ese momento, con una voz áspera como un graznido— gracias.
El contacto con esa piel fría, rara, deja paralizada a la mesera que, confundida, se retira rápidamente en silencio, como con temor...
El transparente líquido se vierte lentamente en cada vaso pequeño y ambos lo beben rápido, en un intento de que el alcohol logre quitarles tanto frío. Un frío que va más allá de lo físico, lo visceral y que está más cerca de la muerte...
Uno de ellos hace una mueca de dolor luego de beber su ginebra.
Su compañero sabe qué se siente, comparten el mismo destino.
—¿Cuántos días te faltan? —sabiendo quizá la respuesta.
—Dos días. Pero no es tanto el dolor sino este frío lo que me atormenta —responde el hombre de voz áspera.
—A mí sólo me queda esta noche —responde su compañero con su voz suave y pausada.
Se miran a los ojos en la certeza de saber cuál es el camino a seguir. Las horas corren lentas mientras ellos continúan bebiendo copa tras copa en silencio.

imagen: Theo Jansen - Strandbeest (bestias de Playa)

1. Seres de la Noche


Un movimiento imperceptible en la noche oscura. Una figura estilizada, alta, se desliza como un gato al acecho. Su caminar es suave y seguro aunque su interior se consume en una vorágine de fuego, de sed de venganza, de deseo.
Un depredador, un ser de la noche...
En el silencio de la madrugada húmeda y calurosa, su paso es advertido por los Otros, que comparten su misma frecuencia. Una vibración donde la nada se agita, indicando la presencia de un par, y donde el gesto de reconocimiento es innecesario porque se percibe intangible.
Seres sin rostro, sin pasado, que transitan un eterno presente y en donde el rumbo es incierto, porque sólo los guía el deseo, el acecho y la caza...