20 febrero 2011

3. Teodomira (Tía bisabuela)

Villa Urquiza, Chacarita, Buenos Aires. Teodomira que tanto tuvo que ver en mi historia, mujer de pocas palabras, un animal de trabajo sacrificado, que tenía las manos duras por haberse ganado la vida años lavando en las azoteas ropa a mano, en el frío invernal, en el tórrido verano. Siempre me hablaba de los sabañones que se le provocaban en sus manos. Sus uñas eran rayadas yo heredé esa característica.
Hermana de Dora, hija de Felipa. No sé si era la hermana mayor o menor, tanto mi memoria no rescata, quizás por escribir demasiado tarde la genealogía de mi estirpe de mujeres fuertes.
Viajó mucho después a la Argentina y siempre la conocí como mujer sola y, aunque de gran corazón y vocación al sacrificio, construyó una vida apartada de la familia.
Aparentemente también había sido madre soltera, aparentemente había tenido un hijo que murió a los 8 años en España y de ahí su predilección por mi hermano o por mi tío, siendo muy lejana con las mujeres de la familia.
Me acuerdo de su inevitable prendedor, una figura de un chino que llevaba un carrito y que por esas vueltas de la vida está en mi posesión, yo amaba girar su ruedita y ella a veces me lo permitía para mi inmenso placer de niña.
Mujer que siempre vivió en conventillos apenas llegada de España y que luego vivió en casas de alquiler. Que tuvo un amigo toda su vida, quizás amante, no se supo jamás porque nadie vio entre ellos un sólo gesto de cariño, pero se acompañaron toda la vida: tía Teodomira y tío Victorio. Murieron con diferencia de 24 horas tal vez por esa magia de los destinos inevitables, ya viejos y separados por los avatares de la vida, mi tía en un geriátrico abandonada por la familia y con un cáncer terminal. Mi tío por una hija solterona que lo cuido toda su vida.
Un largo camino de su enfermedad que empezó como un granito que descuidó y que terminó tomándole todo el pecho. Tanto mi abuela Isabel como mi madre siempre estaban ocupadas y yo debía acompañarla al médico. Me acuerdo de su olor a cáncer, de como fue corrompiendo esa fuerza poco a poco, del dolor, de la vejez pero siempre hubo silencio estoico por parte de ella, nunca se quejó ni pidió nada.
Mi tía Teodomira y sus conejos armados con servilletas blancas que ella hacía mover como un títere escurridizo y que a mí me parecían mágicos. De sus cuentos y de sus canciones... en la acogolla más alta... en la acogolla más alta... (la memoria se disuelve nuevamente pero gracias a google rescato esa canción que cantaba mi tía y mi abuela y que yo la aprendí también).
Mi tía "Toromía" según contaba que le decía cuando era muy chica y me costaba pronunciar su nombre.
Esa tía que hacía los mejores fideos caseros y el mejor chivito blanco del mundo, que nos esperaba con su botellón de vino de cristal, sus cubiertos de mango azul, su mejor loza para los almuerzos de domingo y, como tentempié, las mas exquisitas empanadas amasadas fritas de carne.
Mientras escribo, la imagen surge llena de sol y de parrales de uva chinche y de esponjas vegetales al fondo, y las flores con la bandera de España al frente. Siempre vivió por la zona de Chacarita, barrio tranquilo.
Y escucho su voz tranquila y controlada, una mujer dura, lejana pero que siempre nos dio amor en los gestos. Sus eternas mañanitas, para cuando estaba enferma, para estar dentro de la casa, para cuando salía. Incluso yo tuve mi mañanita tejida por ella...
Siempre estuvo para cuando se necesitó y cuando nos necesitó a nosotros no estuvimos, pero siempre ha sido el estigma de la familia de mujeres, la distancia, la falta de apoyo y cuando no damos más pasamos a "cuidado" de la que corresponde en línea de responsabilidad vincular, en este caso mi abuela Isabel...
Lo más gracioso que su muerte colapsó a la familia y, como gesto importante, a todos se nos asoció a una mutual para tener el sepelio pago, incluso a mí con 15 años, incluso a mi hermano con 13 años. No sé cual fue la conclusión final que llevó a tomar esa decisión sobre una muerte que no tuvo demasiada importancia de una mujer que siempre estuvo al pié del cañón y que dio lo mejor de sí misma por la "familia".
La terrible historia familiar llena de secretos siempre se transmite entre las mujeres porque los hombres no entienden ni deben saber...

Encontré una copla una muy similar a la que recordaba pero es tan significativa, creo que nos define como estirpe de matriarcas (lamentablemente) ...

Mi abuela tiene un peral

Mi abuela tiene un peral
que echa las peras muy finas. (bis)
En la cogolla más alta
había una golondrina. (bis)
Por el pico echaba sangre
y por las alas decía: (bis)
-¡Malditas sean las mujeres
que de los hombres se fían! (bis)
A los hombres garrotazos
y a las mujeres rosquillas, (bis)
y a los niños chiquititos
un platito de natilla.- (bis)

10 febrero 2011

2. Cuna de Matriarcas: Dora (Bisabuela)

Saenz Peña, Buenos Aires. La recuerdo vagamente a mi bisabuela Dora, muy enferma con cirrosis... postrada, enferma, dicen que de ella heredé mis ojos verdes. Que era descendiente de moros, tez oscura y unos radiantes, grandes y enigmáticos ojos verdes. Que era buena, que siempre estaba de buen humor, que fue sufrida y toda la vida pagó en silencio sometido ese abuso adolescente y, que agradeció toda su vida, a ese español sacamuelas Guillermo el haberse casado con ella.
Que reía, que cantaba, que cocinaba, hasta en sus últimos momentos, siempre pendiente de su marido —un déspota mujeriego que se acostaba con cuanta mujer se le cruzaba dejando hijos por la zona de Saenz Peña donde vivieron casi toda su vida—...
Es muy vago el recuerdo de esa mujer abatida y dolorida... rodeada por su familia, tendría yo 4 años...
Me acuerdo del sillón de peluquero de mi bisabuelo... de las tenazas para sacar muelas, un hombre callado, delgado que me daba miedo...
Según cuesta la historia —heredada entre las mujeres de mi familia—, mi bisabuelo nunca quiso a esa hija... Como dice el dicho “a veces uno desea a la vaca pero se tiene que aguantar la ternera”...
La ña Felipa, mi tatarabuela, quizá para que esa pareja se mantuviera unida, decidió volverse a España llevándose a mi abuela Isabel, de 4 años, para que estuviera más saludable o para asegurar que su hija estuviera segura con su marido?
Felipa vuelve a cruzar ese océano llevándose una niña que conocería tierras extrañas...
Las mujeres por sus hijos aguantan cualquier dolor, aunque ese sea un desgarro profundo desde las entrañas...
Quizás por culpa... quizás por miedo.... quizás por someterse a esa madre que siempre decidió lo mejor para su hija?
Las madres siempre decimos las cosas por el bien de los hijos...

26 enero 2011

1. Cuna de Matriarcas: Felipa (Tatarabuela)

Tierra de Extremadura, Cáceres. Felipa vivía en el pueblo, comerciaba con gitanos, era prestamista, tenía un marido que trabajaba en el campo que cuando volvía —de vez en cuando— la mataba a golpes y la dejaba durmiendo en el zaguán... Mujer dura, sufrida, indomable que engendró una hija Dora, muy bella y muy sumisa, que a los 15 años fue a trabajar a la casa del notario de sirvienta y que éste abusó de ella dejándola embarazada y con sífilis. En esa época se creía que tener sífilis y tener sexo con vírgenes disminuía la enfermedad (cuentan las leyendas desde la ignorancia y el poder).
Un viaje apresurado hacia Argentina en barco, quizás en un intento de evitar la furia del poderoso abusador y la vergüenza en el pueblo... —o quizás mas golpes para Felipa y Dora por parte del granjero?— en el viaje conocen a Guillermo, un andaluz de mucha más edad, que también viajaba al nuevo mundo a buscar riqueza. Sacamuelas y barbero, una gran profesión para aquella época... se enamora de la niña? por su belleza? por su tristeza? por su desesperanza? O nuestra ña Felipa astuta y comerciante innata vio la forma de traer cierta fachada decente al embarazo desafortunado de su hija?
Las mujeres sobrevivimos... a cualquier precio...
Por lo cual Dora, al tiempo, era una señora casada con Guillermo gestando una hija en su vientre que se llamará Isabel.
Así comienza esta historia, cuna de matriarcas, legado de mujeres fuertes e implacables....

07 diciembre 2006

4. La presa

—Buenas noches, nos vemos mañana —Florencia se despide del dueño del bar, su voz es monocorde como autómata.
—¿No me vas a dar el beso de las buenas noches, Florcita? —responde el dueño del bar mientras hace las cuentas para cerrar la caja como todas las noches, su tono de voz es meloso y sarcástico. Él ya está resignado a su rechazo e intentará abrazarla para sacarle el insípido beso de costumbre, sintiéndose frustrado de antemano porque su empleada no acepta sus constantes insinuaciones.
La muchacha se acerca, besa su mejilla húmeda y pegajosa, sus fosas nasales se dilatan al oler la transpiración, la suciedad, que emana del cuerpo del dueño del bar, pero esta vez no siente repulsión, no siente absolutamente nada. Cuando él intenta acercarla a su cuerpo, no lo rechaza. El dueño del bar, sorprendido, comienza a manosearla, a abrirle la bluza con movimientos torpes, urgentes, buscando sus pechos que pálidos quedan al descubierto de la escasa luz.
Florencia está como ida y se deja tocar, su rostro está inexpresivo. El patrón le da un beso grosero, babeante, le muerde el cuello y su respiración se acelera cada vez más.
—Al final resultaste una puta como las demás –logra decir con voz entrecortada, llena de deseo– ahora andate para tu casa, nena, que no me vas a sacar nada –con una risa socarrona y un tono de voz cargado de desprecio, agrega:— El vaso pienso descontartelo igual...
Florencia lo mira con ojos vacíos e intenta arreglarse mínimamente la ropa luego se dirige silenciosamente hacia la puerta.
La noche esta fría, oscura, silenciosa, sus pasos son automáticos, rápidos, sin destino. En la esquina la espera ese hombre alto y misterioso del bar que la toma por el brazo, deteniéndola.
Ella lo mira a los ojos y un pequeño e imperceptible gesto de reconocimiento, de conciencia atraviesa su mirada. Su voz susurra:
—¿Vamos?
Él comienza a caminar junto a ella, en silencio, y se internan en calles iguales, cuadra tras cuadra. Comienzan a surgir en el cielo los primeros haces de luz del amanecer.
Florencia se detiene junto a una reja desvencijada, que encierra un patio oscuro, ruinoso, de donde emana un olor ácido, de orín, de suciedad; empuja el portón que desgarra el silencio con su sonido chirriante. Atraviezan el patio y suben por una escalera estrecha, de madera, con peldaños angostos, desvencijados. En el primer piso, un pasillo largo lleno de puertas iguales, que albergan vidas miserables de gente miserable.
Ella se detiene casi al final de ese pasillo, introduce una llave en la cerradura, lucha con ella un instante hasta que al final la puerta se abre. Florencia da unos pasos hacia el interior de la pieza, busca el interruptor de luz y lo enciende, una bombita cuelga del techo e ilumina un ambiente pequeño, de paredes descascaradas, donde lo primero que se ve es una cama deshecha con sábanas revueltas.
El hombre entra con ella y cierra la puerta, mientras observa intensamente el ambiente.
En una de las paredes una mesa de fórmica amurada y una silla, un pequeño ropero sin puertas deja ver un cúmulo de ropas apretadas. Un estante torcido donde hay un paquete de yerba, de azucar y algunos tarros de cocina. Debajo, en un intento de mesada, hay una cómoda y, sobre ella, hay una palangana, un botellón de agua, un anafe, una pava. Todo es tan apocado, tan frugal, el lugar parece una celda... No hay desorden, no hay suciedad, sólo la dejadez de los seres que no tienen futuro porque su presente es estrecho, sórdido.
La muchacha queda en el medio de la habitación iluminada por la luz amarilla, tranquila, como un animal paralizado frente al rifle del cazador, expectante, entregado a su inminente destino.

03 diciembre 2006

3. Florencia

Mientras lava copas y platos sucios, la mesera Florencia, intenta no dirigir su mirada curiosa hacia los dos hombres que están tomando ginebra. Aún se siente mal, extraña, y el contacto con la mano de uno de ellos, perdura y, en un intento de quitar ese frío, tiene su mano sumergida en el agua caliente.
No los vio cuando entraron al bar porque justo estaba atendiendo otro cliente y la poca luz del lugar no alcanzó para poder observarlos cuando estuvo cerca de ellos.
Intrigada, intenta fijar la mirada para lograr ver más. Los vislumbra en silencio, sin hablar, bebiendo una copa tras otra. Ambos son altos, delgados, vestidos de negro.
Se siente cansada, los pies hinchados, sucia, transpirada, luego de otra larga jornada insípida, de movimientos mecánicos. Se siente fea, vieja, aunque sólo tiene 26 años ya lleva tras de sí un pasado lleno de equivocaciones. Sumida en sus pensamientos, sin querer, un vaso se le resbala y se rompe, cortando su mano. La mirada furiosa del dueño se cruza con sus ojos suplicantes, sabe que el costo del vaso le será descontado a fin de mes. Intenta detener la sangre, en un esfuerzo inútil, nervioso.
Levanta la vista al sentir su presencia y lo ve a su lado. Siente su presencia, su fuerza.
—¿Puedo ayudarte? –su voz suave la conmueve y le hace sentir un frío por la espalda.
Él le toma la mano y nuevamente el contacto helado la paraliza, toma una servilleta y se la envuelve con movimientos rápidos y eficientes. Ella levanta la vista y lo mira al rostro. Ve sus ojos que la miran fijamente. Son negros, profundos, sin expresión y todo se detiene...
Algo extraño la invade... en el último instante de conciencia sabe que ya no hay regreso.

imagen: Eye de Escher

02 diciembre 2006

2. Desde las sombras

El hombre continúa su marcha y se interna por callejones húmedos, sus pasos suaves retumban ante la profundidad del silencio. Una noche oscura, sin luna.
Los pasos se alejan y la silueta se desdibuja mientras la vida reptante, crepitante, sinuosa, de insectos y alimañas continúa su miserable existencia.
Es un camino que él conoce, donde no necesita tener conciencia de la ruta recorrida y donde sus pensamientos intensos pueden, acaso, acallar el deseo que fluye con una fuerza poderosa.
Su respiración se agita... se acerca a la cita.
Desde un oscuro rincón, otra figura que proyecta su sombra sobre el pavimento aparece y el exiguo brillo de ambas miradas se entrecruzan en silencio. No se necesitan palabras, se conocen y se necesitan.
El callejón estrecho termina abruptamente en una avenida escasamente iluminada, en donde aún se percibe movimiento.
Los ruidos apagados que provienen de un bar de mala muerte, de la zona del bajo, indican que aún queda gente despierta, quizás intentando distraer su miedo a la soledad. Una carcajada de mujer logra vomitar su sonido estrepitoso en la quietud de la noche.
Ambas figuras entran al bar con movimientos precisos, seguros, se ubican en un sector alejado de la barra, en el fondo, donde se puede obtener una visión total del lugar.
Se acerca una mesera con su minifalda arrugada, su camisa cuelga de un costado. Ojeras profundas y violáceas indican su cansancio y hastío.
—¿Qué se van a servir?
—Buenas noches —responde con voz profunda uno de ellos.
—Disculpe, buenas noches. —La mesera busca establecer contacto visual con el que habla, pero no lo logra, quizás impresionada por el tono de voz, por esa suavidad amenazante pero respetuosa.
—¿Por favor, podrías traernos una botella de ginebra'
Mientras las desgastadas curvas de la mesera se alejan hacia el mostrador los ojos la recorren lentamente, apreciando, destazando, evaluando, cada centímetro, estimando... desestimando.
Una luz tenue ilumina el resto del recinto donde algunos parroquianos dormitan bajo efectos del alcohol.
La mujer sigue riéndose groseramente, de vez en cuando, en un grupo de tres hombres que intentan juguetear con ella y con sus miradas llenas de deseo.
La mesera regresa. Deposita al descuido sobre la mesa los vasos y la botella. Cuando intenta servir las copas una mano la detiene y con un gesto le indica que no lo haga.
—Nos vamos a servir nosotros —responde el que no había hablado hasta ese momento, con una voz áspera como un graznido— gracias.
El contacto con esa piel fría, rara, deja paralizada a la mesera que, confundida, se retira rápidamente en silencio, como con temor...
El transparente líquido se vierte lentamente en cada vaso pequeño y ambos lo beben rápido, en un intento de que el alcohol logre quitarles tanto frío. Un frío que va más allá de lo físico, lo visceral y que está más cerca de la muerte...
Uno de ellos hace una mueca de dolor luego de beber su ginebra.
Su compañero sabe qué se siente, comparten el mismo destino.
—¿Cuántos días te faltan? —sabiendo quizá la respuesta.
—Dos días. Pero no es tanto el dolor sino este frío lo que me atormenta —responde el hombre de voz áspera.
—A mí sólo me queda esta noche —responde su compañero con su voz suave y pausada.
Se miran a los ojos en la certeza de saber cuál es el camino a seguir. Las horas corren lentas mientras ellos continúan bebiendo copa tras copa en silencio.

imagen: Theo Jansen - Strandbeest (bestias de Playa)

1. Seres de la Noche


Un movimiento imperceptible en la noche oscura. Una figura estilizada, alta, se desliza como un gato al acecho. Su caminar es suave y seguro aunque su interior se consume en una vorágine de fuego, de sed de venganza, de deseo.
Un depredador, un ser de la noche...
En el silencio de la madrugada húmeda y calurosa, su paso es advertido por los Otros, que comparten su misma frecuencia. Una vibración donde la nada se agita, indicando la presencia de un par, y donde el gesto de reconocimiento es innecesario porque se percibe intangible.
Seres sin rostro, sin pasado, que transitan un eterno presente y en donde el rumbo es incierto, porque sólo los guía el deseo, el acecho y la caza...